jueves, 5 de abril de 2007

COMODORO

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Había que partir a Comodoro Rivadavia(estábamos todavía en Trelew ) Esa misma mañana en Rawson , el Secretario del Juzgado de Letras de esa ciudad nos había informado que el Tribunal se había declarado incompetente y que el expediente se había remitido al Juzgado de Comodoro Rivadavia.
El doctor Parroquia debía regresar a Buenos Aires y me sugirió que yo efectuara por tierra , el viaje a la ciudad austral.
- Hay un bus que sale para Comodoro a las seis de la tarde, me informó el colega argentino.
La perspectiva era siniestra, y así lo pensé mientras disfrutábamos con el doctor de sendos cafés con facturas en una confitería de Trelew. No podía sospechar que pocos momentos después de mi animada charla con el abogado del Banco de la Provincia de Buenos Aires, yo emprendería uno de los viajes más extraños que he efectuado en mi vida.


Montado ya en el bus, inicié el viaje. Muy pronto el vehículo estuvo en las afueras de la ciudad, e ingresamos en una interminable extensión de tierra; uno de los más vastos y desolados territorios del orbe. Aunque la tarde ya había avanzado yo podía todavía admirar el no-paisaje. Una azafata trajo bombones..Viajaba acomodado(el término es excesivo diría Borges) en uno de los últimos asientos del bus. Yo miraba y volvía a mirar la Nada.
Para matar el tiempo rememoraba los acontecimientos recientes: la grata mañana de Buenos Aires con la visión de Palermo desde el Aeroparque, la estafa de los importadores y la pintoresca forma en la que el Sub Jefe Margas se había referido al desaguisado: "los exportadores nuestros le entregaron unos palos a unos tipos sin saber ni siquiera sus nombres”.
También meditaba si no sería inútil este dispendio de tiempo y dinero. Sólo yo, sí sabía que este viaje a Comodoro estaba muy lejos de ser una excursión turística.
¡ Hay que haber hecho este viaje! ¡Hay que haberlo hecho ! La noche iba cayendo sobre la soledad de la pampa y lentamente, poco a poco, una sorda resignación iba dominando mi espíritu. Tenía que afrontar varias hora sumido en el previsible tedio de la contemplación de esa verdadera catástrofe de la naturaleza que me rodeaba.
Era un océano, pero un océano sin olas. Un tenebroso mar sin naves, playas ni bañistas , que nada era capaz de inspirar sino la propia nada sobre la cual yo debería, no obstante , construir algún sueño valedero, que fuese tan vivo como para sustituir este aplastante vacío.
Pasaba el tiempo. Iba hundido en una noche implacable¡ Cómo no llamarla así !
Más allá de la ventanilla del bus, ni un árbol, ni una luz, y ¡ para qué decir una casa !
Cien kilómetros o talvez más sin un mínimo indicio de vida. Hasta podía sentir el temor de ser devorado por ese mundo de sombras en el que me había aventurado en ese viaje imprevisto.


La oficina y sus historias, los incomprensibles pregones de los vendedores de periódicos, el ruido de los vehículos que partían y frenaban sin cesar por la Avenida O´Higgins y el rumor de los clientes que pululaban por el gran hall central del Banco, me parecían ahora, instalado en mi butaca, no de otro mundo, sino de otro planeta.
Para aplacar el fatigoso desvelo retomaba la imagen de la plazoleta donde se levantaba en monumento al General Mitre, esas piedras coloridas del río, que solía recoger mientras descendía desde el Departamento de Gelly y Obes hasta la Avenida del Libertador, entre los añosos árboles del corazón del barrio Norte, al costado del cementerio de La Recoleta.

La noche nos ahogaba a todos los que marchábamos condenados a la soledad que significada estar allí, en esa estepa en la que comienza el fin del continente.


La aparición de una luz en el camino, nos pareció a los pasajeros del vehículo como un faro, en la desolada llanura. Imaginé que llegaríamos a un parador bien provisto de alimentos y bebidas. Pues ¿ acaso no merecíamos una satisfacción gastronómica por soportar largas horas de oscuridad y silencio.? Pero no existía tal parador, esa denominación no era digna de la mísera casucha de tablas que se levantaba allí como un rancho pobre en medio de la inmensidad pampina.
Desembarcamos y nos aproximamos al mesón. La noche era fresca pero menos fría de lo que hubiéramos podido imaginar en esas lejanas regiones.. Dentro del sórdido albergue se expendían sólo bebidas bajo una luz amarillenta.
Bebí una cerveza .Observé a los que me miraban como pájaro raro, a quienes percibían que yo era una extranjero y me pregunté: ¿ Qué saben ellos de los vagabundeos de un abogado chileno perdido en esas remotas latitudes .? Nadie me ha hablado, y yo, por excesiva timidez ,no me he atrevido a entablar conversación con la vecina de asiento; pero en todo caso se echa de menos un charla con una joven o con un viajero , mujer o varón con quien hablar de football, de cine o de a otro tema que no toque la política contingente ,porque en el país hermano impera el régimen del “gorila Onganía “
Reanudamos la marcha. La breve detención nos había permitido, al menos estirar un poco las piernas y refrescar la garganta. El rancho quedaba atrás .A diferencia de otros lugares de tránsito a éste no olvidaría por el resto de mis días, y alguna vez llegaría a escribir sobre el momento en que apareció una frágil luz esperanzadora en el desnudo camino que nos llevaba al límite de las ilusiones.
Después de un rato, entrada la noche, traté de observar a través de la ventanilla las curiosas y vagas formas que se presentaban ante mis ojos. Me extrañó la abundancia de color blanco en esa llanura que ya mostraba pequeñas ondulaciones y elevaciones de terreno. Tras un instante me sorprendí al comprobar que esas difusas manchas eran copos de nieve. ¡ Estaba nevando en la pampa ! Era sin duda un espectáculo desconcertante, especialmente si uno recordaba que esa misma mañana en Buenos Aires ,pese al día frío brillaba el sol de ese invierno muriente. La nieve que caía en pequeños copos(como el olvido, según Unamuno) parecía acentuar el denso silencio que nos envolvía.
Algunos pasajeros adormilados empezaban a desperezarse .Ahora la nieve empezaba a convertirse en lluvia;nos aproximábamos a la costa.
El bus empezó a descender hacia el puerto .Entrábamos a la ciudad donde iban surgiendo los negocios y las confiterías iluminadas.



Los argentinos no rompían sus tradiciones ni aun en los lugares más distantes. : el café, la charla sin prisa , el amor por los lugares de distracción nocturna.
Entré a una confitería donde los parroquianos conversaban animadamente sin mirar lo que trasmitía la televisión a esa hora de la noche.
Después del café reconfortante, entré ,sin mayores titubeos al primer hotel que pude encontrar en las cercanías de la confitería. Era un antiguo edificio de madera con amplios corredores pero escasa iluminación. El cuarto al cual me destinaron no dejaba de ser un tanto lúgubre; tenía una puerta muy alta con una ventanuca en la parte superior que daba al interior del hotel. Ciertamente yo no estaba en condiciones de reparar en otros detalles del entorno.
Veo aquella noche .Pienso en el instante de mi llegada al lugar de descanso. El alma de los sueños ,a miles de kilómetros de este punto perdido en la estepa interminable,
me hace retornar imaginariamente a la esfera habitual de mi vida cotidiana.
A la débil luz de la lámpara de velador, hojeé algunas revistas y revisé los mapas que me habían acompañado desde mi partida de Chile. Luego, pese al cansancio proseguí la lectura de las páginas de Sábato que narraban el fantástico diálogo de Martín y Alejandra en el mirador de Barracas , ese relato alucinante que te deja una marca indeleble en la memoria.

Me esperaba una agitada mañana: pesquisas, gestiones, enfrentamientos con caras desconocidas, y talvez rechazos. Temprano salí a la calle y disfruté de un buen desayuno. Para dirigirme al Tribunal tomé un ómnibus urbano que caminaba con velocidad de tortuga entre las ascendentes y descendentes calles de la ciudad . Aquel medio de transporte estaba alhajado al mejor estilo "cocoliche" . La defensa del asiento del conductor era una barra de cromo retorcida de la cual colgaban toda clase de chismes plateados y embelecos. Junto al retrovisor , la consabida estampa de la Virgen de Luján, un banderín del equipo de provincia y otro de Julio Sosa, “el varón del tango”.
Los adornos se multiplicaban en luces de colores, guirnaldas, calcomanías, que iban de lo infantil a las frases obscenas; un conjunto de infinitas frivolidades.
El conductor, hombre de ánimo inmutable, dejaba oír la radio a todo volumen; tangos, aires populares ejecutados por cantantes de ignotos pueblos del interior.
Cada dos cuadras la máquina se detenía, recogía a un pasajero y dejaba a otro., mientras las canciones se podían escuchar hasta en Río Gallegos.
Observando el trayecto del vehículo se podía pensar que éste seguía la ruta de un laberinto en busca de un tesoro. Pero el “botín”, para ese chofer era la voz de timbre paisano que podía escucharse en las notas de algún tango arrabalero.

Había iniciado el viaje desde mi hotel hacía más de cuarenta minutos; a ese tranco, bajo el auspicio del cantante charrúa, “ el varón del tango” , la visita al Juez me tomaría toda la mañana.
Cerca del mediodía descendí de que aquella nave terrestre de opereta e inicié otro viaje , en todo caso menos grato que el anterior, pues para acceder al lugar de mi destino debí caminar muchos metros sobre el lodo , el que se adhería con persistente tenacidad a mis zapatos. Tras la dura caminata llegué finalmente hasta el edificio del Tribunal que ostentaba la bandera albiceleste.

Comprobé con decepción que las puertas estaban cerradas. El Juzgado no atendía ese día pues era Sábado. ¡Menudo fiasco ! Si bien yo era responsable del error, causado en buena parte porque los avatares del viaje me habían hecho perder la noción de los días, también tenía una cuota de responsabilidad mi colega Parroquia que pudo advertirme , que ,como en mi país , los tribunales no funcionan sino durante los días hábiles.
Se suponía que la causa ya estaba en manos del magistrado civil de la ciudad y que mi misión era exponerle lo s elementos esenciales q ue fundamentaban nuestra demanda contra los importadores argentinos .
En una casa vecina del Tribunal me informaron que el Secretario del Juzgado de Letras estaba en el Hotel Rivadavia.
¿ Otra vez a “la tortuga de Julio Sosa “ ? No, me decidí a tomar un taxi a cuenta de gastos generales.

Al llegar al hotel me informaron que el Secretario había salido y que ignoraban la hora de su posible regreso. Sentado en una banqueta de la recepción redacté una lata exposición de los hechos de la causa y de las peticiones que formulaba nuestro representado, por intermedio del Banco de la Provincia de Buenos Aires, cuyo abogado era el Doctor Parroquia. Era un escrito bastante informal, pero lo dejé con la esperanza de que pudiera ilustrar al funcionario judicial sobre la posición de la parte demandante. Pensé entonces que mi viaje no había sido del todo perdido u inoficioso.
Tras entregar mi documento salí a la calle y me dirigí al Correo desde donde despaché unas postales destinadas a algunos compañeros de trabajo. Debía volver a la civilización.
La oficina de Aerolíneas , a esa primera hora de la tarde aún no atendía por lo que debí esperar sentado en el banco de la plaza que estaba frente a la línea aérea.

Fue en ese lugar en el que sostuve una de las conversaciones más insólitas de mi vida.
Se sentó a mi lado un hombre cuya imagen no logro perfilar en la memoria . El recién aparecido entabló conmigo una conversación que me permitió de alguno modo ,acortar la espera, De esa charla sólo me queda algo así como una sensación muy vaga y la verdad es que por más que he tratado de recordar el tema que en ella se abordó , me ha sido imposible hacerlo.
Lo único que sí recuerdo es que mi interlocutor provenía de un pueblo del interior y esa condición la delataba su modo campechano de hablar.
Al mirar hacia ese remoto pasado me veo, extrañamente , conversando con un desconocido en un rincón del sur del mundo.


En Aerolíneas me atendió con rudeza una señorita hostil. -Si quiere viajar a Buenos Aires, me dijo en tono cortante, sólo puede hacerlo presentándose en el Aeropuerto como pasajero condicional.
La perspectiva de permanecer un día más en Comodoro me parecía simplemente atroz, pues allí no había encontrado nada más que los pozos petroleros, las casas uniformes de los empleados de YPF y las calles enlodadas del puerto austral.
Para mi fortuna, en el terminal aéreo, la chica que atendía la ventanilla de Aerolíneas y que era muy parecida a Isabel Sarli en la flor de su juventud me eligió entre un grupo de los que se agolpaban en la lista de espera. ¿ Lo hizo al escuchar mi acento que no era criollo o simplemente porque le caí en gracia ? Elijo esta última hipótesis.

Volando en el pequeño Avro me sentía feliz de haber dejado Comodoro. y rápidamente me enfrasqué en las páginas que narraban la historia de Celedonio Olmos, el antepasado de Alejandra y oficial del ejército de Lavalle. Por un instante suspendí la lectura y miré por la ventanilla.
Y allá, abajo pude observar ese desamparado territorio, que talvez jamás volvería a contemplar.

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